“Estoy harto”, “Cualquier día cojo la puerta y me largo”, “No tengo ganas de nada”, “Ya no sé por dónde tirar”. Lo escucho en el ascensor, en el autobús, en la oficina. Lo dice el jefe de mi marido, el quiosquero, mi vecina ama de casa y hasta los inquilinos de Gran Hermano. Las víctimas somos de cualquier clase y condición, y nuestro problema es común: todos somos candidatos a padecer el síndrome de burnout.
La primera vez que tu hijo dice “mamá”, brindas por ello. Si ahora me tomase una copa cada vez que mi hija lo pronuncia, estaría borracha antes de las siete de la mañana. Si a esa servidumbre asistencial le sumamos las obligaciones laborales y las otras fuentes de estrés a las que estamos sometidos a diario (pérdida de libertad personal, discusiones, ruido ambiental, atascos, relaciones insatisfactorias, etc), podemos terminar fácilmente sufriendo un síndrome de burnout –o lo que es lo mismo: podemos acabar “quemados”.
Para evitarlo, yo empecé a escuchar a mi cuerpo. Si enfermaba con frecuencia o no terminaba de encontrarme bien, interpretaba que el fuego podía estar cerca. Me di cuenta de que si además estaba siempre de mal humor, ya estaba demasiado cerca. Y si llegaba a ese punto en que tenía ganas de mandar todo a tomar viento y esconderme en una cueva remota de por vida, era porque ya estaba rozando las llamas. En términos más clínicos, se suele considerar que uno está “quemado” cuando la energía, el entusiasmo, el idealismo e incluso el propósito con el que abordamos nuestras tareas, han desaparecido. Cuando somos incapaces de poner las cosas en perspectiva y en lugar de razonar, reaccionamos… y mal: gritos, mal humor, pesimismo, cinismo… ¿te suena?
Pues díselo a tu madre.
Evitar la hoguera
Mi madre no se cansa de repetirme que coma bien, que duerma lo suficiente y que haga ejercicio de manera regular. Seguro que la tuya te dice lo mismo y sabes que tiene razón. El ejercicio oxigena el cerebro y basta con dedicarle 40 minutos al día. Si lo prefieres, 10.000 pasos diarios ya suponen un ejercicio moderado, lo cual siempre es mejor que no hacer nada. Sé lo que estás pensando: “Ya, claro, ¿y de dónde saco yo 40 minutos para mí?”. La buena noticia es que no es necesario que sean seguidos. Mi amigo Javier da dos vueltas a la manzana a paso ligero varias veces al día. Cualquier excusa es buena: pasear al perro, sacar la basura o ir a comprar el pan. En la oficina de Javier, su jefe sale a fumar. Y él también, aunque no fuma.
Dormir, sueño imposible
Cuando uno no duerme lo suficiente, el cerebro no tiene tiempo para fijar los recuerdos, así que es del todo normal olvidar cosas. No lo digo yo, lo leí en la revista Scientific American. Por eso, cuando duermo mal por la noche, por lo menos intento hacer pequeños descansos durante la jornada. No sirve para fijar los recuerdos, pero una pausa de cinco minutos cada dos horas suele librarme de terminar el día estresada. Coger un libro o el móvil y leer (un texto largo, Facebook no sirve) o cerrar los ojos y concentrarme en la respiración.
Lo hice durante años: trabajaba en la redacción de una revista y mi solución antiestrés consistía en encerrarme en el servicio, con la luz apagada y los ojos cerrados, y respirar profundamente. Era eso o morder a mi jefe. Una colega que tenía la suerte de poder comer cada día en casa, era la reina de las power nap y regresaba al trabajo como nueva despues de esas siestas.
Y luego está quien consigue meditar, que eso es ya ir para nota.
La expectativa, esa enemiga
Los expertos afirman que otra de las causas del burnout son las expectativas poco realistas: las propias y las que nos imponen. Que nuestra realidad y nuestras expectativas no cuadren es a menudo una gran causa de insatisfacción y, por lo tanto, de estrés. A todos nos gustaría que nuestro jefe fuera supercomprensivo y que nuestros hijos se comportasen como adultos en la mesa, pero el 99,9% de las veces no es así. Y nadie sabe cómo hacer que así sea.
Por eso, antes que consejos u opiniones –que pueden generar expectativas–, me resulta mejor y más tranquilizador contar y escuchar experiencias, puesto que cada persona es única y las similitudes no son identidades. Yo tuve que encontrar mi propia manera de calmar al bebé, de llevar a cabo el trabajo o de hacer la cena según mis conocimientos culinarios. Es menos estresante y más satisfactorio hacer lo que uno buenamente pueda, lo mejor que sepa. Y si además funciona, ¡bingo!
Vías de escape
Conozco a una diseñadora gráfica que trabaja freelance en casa desde que nació su hijo, pero practica el escapismo media hora al día como mínimo: deja al niño con su pareja y se larga. A tomar un café, a dar un paseo o a sentarse en un banco y dar de comer a las palomas. No importa la hora y ni se le ocurre sentirse culpable por ello, pues considera que su descendencia es tan suya como de su marido, mientras que su jornada laboral es mucho más larga por esas necesidades básicas del bebé en las que su cónyuge no puede sustituirla. Afirma que, si no tuviera pareja, tiraría de su red social de confianza, “porque la familia y los amigos también están para eso”. Su objetivo es reservarse un tiempo para estar consigo misma, pues –dice siempre- es fundamental para su equilibrio emocional… y el de todos los que la rodean. Y no puedo estar más de acuerdo con ella.
Aprender a relativizar también ayuda a bajar el nivel de estrés. El planeta se calienta, los océanos están llenos de plástico, Europa se desmorona y parece que se avecina la tercera Guerra Mundial, pero si mi ordenador se estropease no sabría si tirarme por el balcón o meter la cabeza en el horno. Estoy segura de que si este artículo no está listo mañana, nadie me va a colgar del pararrayos. Mi hermana murió muy joven y eso siempre me recuerda que lo único irremediable es la muerte; todo lo demás tiene una salida, que puede pasar por delegar o por perdonarse.
Por ejemplo, cambiar el “tengo que” por el “estaría bien si” obra milagros. Si me digo “tengo que entregar el artículo mañana” y no lo hago, me siento mal y mi trabajo se convierte en una fuente de estrés. Si en cambio digo “estaría bien si logro entregar este artículo mañana”, la respuesta, si no lo consigo, es mucho más indulgente: “No lo he conseguido, pero puedo volver a intentarlo mañana”. Dicen los psicólogos que delegar y pedir ayuda es del todo válido y necesario, tanto en el entorno laboral como en lo que respecta al trabajo del hogar: los otros miembros de la familia son igualmente capaces de entender que si se lava una camiseta a 90 grados, sólo le valdrá al Nenuco. Si no lo entienden, el método ensayo/error funcionará. Hay que ser paciente porque se necesitan 21 días para establecer un nuevo hábito (o 66, si queremos que la cosa dure años), pero la buena noticia es que no es necesario esperar a mañana para empezar a contar. Al fin y al cabo, ante el peligro de fuego, lo natural es gritar “socorro”.
Texto por Mónica Subietas
*Aquí, el cuestionario para determinar el grado de burnout de una persona (lo creó la psicóloga Christian Marlach)
Ilustración por Javiera Mac-Lean Álvarez