Desde la ventana de mi habitación contemplo el cielo azul. Ni una nube hoy. En el terrado del edificio de enfrente la ropa tendida está ondulando con la brisa. Los niños de abajo juegan en la terraza. El barrio está la mar de tranquilo, como un día cualquiera de fin de semana. Eso es la ventaja de vivir en un barrio como Guinardó, la vida parece seguir su curso y uno no se enteraría de nada si no fuera por los altavoces de los vecinos que gritan “Resistiré” a las 20h. Sin eso, podría seguir viviendo en una burbuja sin ambulancias, sin máscaras, sin dolor. Una burbuja sin síntomas.
Soy de las afortunadas que pueden disfrutar del confinamiento. Tengo un hogar y una terraza que me permiten tomar el aire, sin hijos a quienes tendría que ocupar creativamente las 24 horas del día, con poca adicción a la televisión (y por lo tanto, con un mundo de series por descubrir), con un trabajo en una empresa esencial que no está sufriendo la crisis, y arrastrando desde hace años un TOC de compra compulsiva de libros, lo que me proporciona hoy una montaña de libros pendientes de leer. Han pasado cuatro semanas ya y lo único que pienso es que todavía no he encontrado el tiempo de hacer nada de provecho: algún curso online, aprender italiano, acabar uno de los miles de proyectos fotográficos que tengo en el cajón, hacer deporte en casa, cocinar mejor, crear algo… Me parece inmoral formular este pensamiento, pero es así: no me importa tener que estar un par de semanas más en casa. El malestar me ahoga cuando pienso en todos (muchos, demasiados) los que no pueden decir lo mismo y que se han topado con la realidad como una bofetada en la cara.
Pienso en ti, Delphine, acumulando horas de trabajo en el hospital.
Pienso en ti, Anna, sufriendo por tu madre que atiende cada día a las personas del barrio en la farmacia hasta el agotamiento.
Pienso en vosotras, Carmen, Audrey; y en que me gustaría abrazaros para acompañaros en este momento tan difícil.
Pienso en ti, Elise; en tu hija, Agustín; en tu hermano, Carmen; en tu mujer, Francesc; en tu abuelo, Anna, y espero que todos se pongan bien pronto.
Pienso en ti, Gérard, porque te ha tocado vivir todo eso solo.
Pienso en ti, Mamá, porque sabes mejor que nadie que el tiempo es oro y es injusto que te lo robe un virus.
Pienso en ti, Laura, que siempre has dedicado toda tu energía para levantar esta revista y que ahora, más que nunca, te toca luchar y a nosotros apoyarte.
Pienso en todas las mujeres que padecen violencia de género en casa, y que están confinadas en una pesadilla.
Pienso en todos los que ni siquiera tienen un techo para confinarse.
Pienso en todos vosotros, que no tenéis mi suerte.
Y aunque el mundo se haya puesto en pausa, contemplo ese cielo azul y la hiedra que crece en la pared de mi casa. La naturaleza, ella, no se ha detenido. Cuántas ganas de volver a ser todos tan libres como ella.
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