Sin lugar a dudas –y sin que resulte una valoración– los últimos dos años han sido la constatación de que Asturias es, hoy por hoy, una gran cantera de jóvenes poetas en lengua castellana. Tras ganar Laura Casielles el primer Premio Nacional que otorga la Secretaría de Cultura desde 2010, la cosa ha ido a más. Primero fueron los libros de Ruth Llana y Óscar Díaz en 2014: la primera con la publicación de un gran libro que se preveía desde hace tiempo, Tiembla, mientras el segundo se hacía merecedor del reputado premio Félix Grande con La rosa hermética, con apenas dieciséis años. Le han seguido en 2015 Diego Álvarez Miguel y Xaime Martínez, ganadores de los principales premios de poesía joven de la editorial Hiperión, el Carvajal y el Hiperión homónimo. Este año 2016 ha continuado con el nuevo libro de Óscar Díaz (El sentir. Poemillas del ahora) y el de otro joven –y polémico– autor, Miguel Floriano: Claudicaciones. Son solamente datos, sí, pero muestran un panorama poético ciertamente activo.
Pero quien, a mi modo de ver, y ahora sí enjuiciando, es ahora mismo un valor poético indiscutible en las letras asturianas es Sara Torres (Oviedo, 1991). Dejaremos aquí de lado el gran talento de esta autora al recitar (véanla, si pueden). La ovetense acaba de publicar su segundo libro, Conjuros y cantos, en el sello de poesía joven de Kriller71, una editorial que poco a poco va construyendo un catálogo para guardar bajo siete llaves. El nuevo libro de Torres, después de La otra genealogía (Torremozas, 2014), insiste en una línea similar a su primer poemario, presidido por la reelaboración mítica y política de la identidad femenina homosexual y en la aparición de una voz cuya gravedad y ligereza sorprenden (o por lo menos a mí).
Lo que me parece que constituye, en una primera lectura, la diferencia respecto a la obra anterior es la dimensión polisémica que adquiere esta vez el imaginario erótico. Si bien esta vía simultánea ya estaba contenida en los versos de 2014, la autora parece haber trenzado con un cuidado especial los hilos de escritura e identidad. Las alusiones directas a Judith Butler y las indirectas a la felicidad de los actos lingüísticos (Austin, vaya) enmarcan claramente –quizá en algún momento demasiado– la trama de los cantos y los conjuros. Unos conjuros y unos cantos que ordenan muy bien desde la simplicidad las dos flexiones formales de lo performativo: la retahíla y la canción, dos formaciones rítmicas que evitan a toda costa la lógica representacional y la intercambian por el acontecimiento verbal inmediato (fiat), dos formas de comunicar danzando: con giros sencillos, vueltas cortas y postura alegre en la canción, con resuelta sacudida en el conjuro, marcando el olvido de sí con la cabeza, prolongadamente, hasta lo fundacional. Ya dijo Giorgio Agamben que hay dos modalidades del ser: el denotativo, que indica la realidad a nuestro alcance, la que preexiste, y el desiderativo, que inviste de realidad y es (o debería ser) el propio del lenguaje poético. Este modo segundo es el de Sara Torres. Pues, como ella misma cita al principio del libro (Robin Morgan): «Sé lo suficiente para comenzar esto. / El resto nos lo tenemos que inventar». Con seguridad, uno de los libros del año.