Desde sus orígenes, el cine se ha basado en una articulación de luz y sombra, imagen pura, verdad a veinticuatro fotogramas por segundo. Y pareciera que sobre esa misma dialéctica se hubiera construido Hollywood: luz (estrellas rutilantes, contratos millonarios, fama universal) versus sombra (la caída en desgracia, las depresiones, la ruina). Sin embargo, hasta 1950, ninguna película se había atrevido a mostrar de manera tan descarnada el interior de la fábrica de sueños; tuvo que ser un extranjero, Billy Wilder, que había trepado por las escarpadas paredes del éxito a fuerza de talento (era ya el autor de Double indemnity y A foreign affair, así como guionista de algunas ácidas obras de Leisen o Lubitsch), quien ajustase la lente para mostrar lo que sucedía al otro lado de las cámaras: la frustración de los guionistas, la estulticia de los productores y, sobre todo, el pacto por el que las estrellas se convierten en mercancía, y luego en excedentes, y luego en residuos.
Muchas películas posteriores han querido inmiscuirse en el terrorífico laberinto de Hollywood: Barton Fink, Mulholland Drive, Maps to the Stars (la última e impactante película de David Cronenberg); todas deben mucho a El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard), esta obra de arte sobre la portentosa actriz del cine mudo Gloria Swason (que en el film se llama Norma Desmond) y sus amargas diatribas hacia el cine sonoro: “Tenían las miradas de todo el mundo, pero no se contentaron solo con eso, y también se quedaron con sus oídos, y empezaron a hablar y hablar y hablar”. No falten a la cita con esta película, aunque sea sonora. Les aseguro que no sólo sonará, sino que resonará en sus cabezas.
We have detected that you are using extensions to block ads. Please support us by disabling these ads blocker.