Una de las películas que sorprendieron a Julio Cortázar es El cuchillo en el agua, la ópera prima de Roman Polanski, dirigida tras varios desiguales cortometrajes (el más valioso de los cuales tal vez sea Dos hombres y un armario, una perfecta parábola sobre el absurdo de las relaciones sociales). Decía el argentino: “Polanski ha sabido manejar esa doble corriente (…) que permite a un espectador sensible ir descubriendo lo que hay detrás de la fachada”. Tenemos que darle la razón: mediante una historia mínima (una pareja adinerada —maduro él, joven y seductora ella— recoge a un autoestopista buscavidas y lo invita a su yate de vela) se lleva a cabo un esquema cabal del sinsentido, análogo al realizado por otros maestros polacos (Skolimowski —coautor de este guión—, Has o Kawalerowicz: frutos de una filmografía que conviene revisar varias veces). También consigue una meticulosa puesta en escena de las contradicciones del deseo (gracia a la aplicación de una lente racional a nuestra conducta, generalmente irracional) y un emblema de los conflictos generacionales y de clase, siempre desde una mirada nada complaciente, pues critica, entre otras cosas, la retórica y las mistificaciones obreras que suele conllevar cierto discurso de la izquierda. En un momento dado, la chica le espeta al chavalín: “No eres mejor que él, ¿entiendes? Él era como tú, y tú deseas llegar a ser como él”. No hay superioridad moral de nadie sobre nadie, la cámara ni juzga ni sojuzga, todos los personajes son mirados con idéntico desprecio y la misma puntual ternura. Esto es ser elegante y punzante a la vez. Roman Polanski, un alfiler de oro.