Los escritores clásicos futuristas tienen eso de que los recuperas y te asombras con lo mucho que acertaron y lo vigentes que están. Pasa con 1984, con Un mundo feliz y, claro, con Fahrenheit 451, la obra maestra del recién fallecido Ray Bradbury, que habla de una sociedad en la que leer –ergo, pensar por ti mismo– está prohibido y perseguido, y en el que los bomberos no apagan fuegos sino que los provocan (el célebre título hace referencia a la temperatura a la que arde el papel). La adaptación de Truffaut, que refleja a la perfección (y con una estética sesentera-futurista irresistible) esa opresión, esa soledad, esa sociedad adormecida y anestesiada, la felicidad impostada, es simplemente deliciosa y muy, muy necesaria. Nunca es tarde para verla por primera vez, y nunca sobra una reposición.
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