Imagen icónica 1: durante la segunda mitad de The Killing of a Sacred Deer, vemos a dos jóvenes hermanos arrastrarse por su hogar con la ayuda de sus codos. Les obliga una maldición que les impide usar las piernas. Quizás esta sea una de las imágenes que retengas tras el visionado de la última obra de Lanthimos, aunque sin duda, no es la única posible. Killing, la ganadora del mejor guión original en Cannes, es una historia salvaje sobre las consecuencias sobrenaturales de una negligencia médica, en la que encontramos a su director preocupado por epatarnos con una infinita capacidad re inventiva. Aun exhibiendo una fuerte coherencia en sus elecciones formales -un lento zoom que se acerca o se aleja cual microscopio viviseccionador y una cámara cenital en las esquinas similar a las cámaras de vigilancia- nos vemos expuestos a un continuo asalto a nuestro sistema nervioso. La crítica social de Dogtooth, desarrollada magistralmente en un mundo tan controlado; se repite esta vez en un ataque familiar a lo Haneke (con trazos más reconocibles en el thriller), que hace temblar la seguridad de una célula familiar de clase alta.
El causante es Martin -Barry Keoghan en estado de gracia-, una especie de Dios adolescente capaz de enviar plagas a la familia Murphy con tal de consumar su venganza. Él, un aparente ciudadano de clase media, destaca como un personaje al que rodea un aura de misterio. Es el portador del toque surrealista Lanthimiano, que consigue fascinar y desequilibrar a la familia encabezada por Steven -Colin Farrell- y Anna -una comprensiva Nicole Kidman, que hace rimar este personaje con su Alice Harford de Eyes Wide Shut-. Ambos dirigen un hogar distante, en el que sus miembros disfrazan las emociones con ayuda de la rutina, y cuya brecha existente se pone de manifiesto al recibir entre ellos al adulador y perverso Martin. La baza constructiva de Killing radica en el contraste entre los desgraciados acontecimientos y la frialdad de la puesta en escena. En medio de una situación que ensordecería a gritos, despuntaría nervios y haría que cayesen las melenas, Lanthimos mantiene a sus personajes congelados (excepto en un par de momentos que han de salvar la verosimilitud). Esta aparente quietud activa la inteligencia del espectador, exponiéndolo emocionalmente ante una situación que ha de encajar como pueda.
Imagen icónica 2: Un plano inaugural de una operación a corazón abierto sirve como manifiesto a este espectáculo del desconcierto. Le sigue un frío travelling y otras secuencias que nos distancian preparando el noqueo de la siguiente imagen icónica. El contraste se refleja en la banda sonora con dos partituras que abren y cierran la película, dejando el resto del metraje con un sonido diegético al que se contrastan, en los momentos dramáticos álgidos, cacofonías orquestal crispantes que superponen Godardianamente su importancia al diálogo y la imagen. Durante la proyección en la sala sonó un teléfono móvil. Bastantes espectadores estábamos tensos y nos giramos asustados. Si hubiese sonado una segunda vez la reacción no habría sido tan instintiva. The Killing of a Sacred Deer asusta, sí, pero esperamos que su seguidora no quiera hacer que nos giremos más de una vez.
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