Park Chan-wook mostraba en su “trilogía de la venganza” que el mobiliario urbano era una continuación de la selva. En otras obras, como Soy un cyborg, que los humanos también podrían ser tiernos e inocentes como máquinas. Aquí, en La doncella, ha acendrado el producto y radicalizado la propuesta con dos discursos paralelos: por un lado, la perversidad que rige las relaciones sociales y de poder; pero, por otro, la posibilidad de que crezcan afectos en el lugar de la podredumbre. Podríamos decir que ha consumado el placer de la metamorfosis de la manera más extraña (y más cristalina): convirtiéndose cada vez más en sí mismo.
Es difícil juzgar una trama llena de dobles fondos y bailes de disfraces, así que sólo apuntaremos tres aspectos. Uno: una obra que lee a Hegel a través de Freud, donde la dialéctica del amo y el esclavo se muestra atravesada por pulsiones inconscientes, ¿no llega a decirnos que el juego de máscaras, el gusto por el artificio, es el terreno propicio para que crezca la verdad? Dos: ¿no es una decisión enteramente política mostrar la depresión de los poderosos? Y tres: una vindicación del erotismo (en muchas de sus secuencias, como aquella temprana en que la sirviente pule un diente a su ama, de un voltaje inusitado) por encima de la pornografía, ¿no es una apuesta decidida por el artefacto cultural?
Repetimos la duda inicial: ¿violencia o ternura? Para saber cuál de los dos discursos vence en la película tendríamos que verla varias veces más: tal es su complejidad. Y esperamos con impaciencia a que se produzcan esos nuevos encuentros.
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