La portuguesa
Contemplar desde España el estado del cine portugués se parece a convivir con un hermano más pequeño que tú, pero también más atlético y desacomplejado: la envidia deja sitio al estupor al repasar las filmografías de Joao Pedro Rodrigues, Teresa Villaverde, Joao Botelho, Miguel Gomes y Pedro Costa. Y, por supuesto, de Rita Azevedo, autora de exigua filmografía (seis títulos) y grandes ambiciones estéticas confirmadas una vez más en su última obra, La portuguesa. Una cinta (basada en un relato de Robert Musil) nacida en la tensión entre la rigidez centroeuropea y la sensualidad atlántica. Su tema: qué sucede cuando no sucede nada; y, más concretamente, qué hacen las mujeres mientras los hombres guerrean.
En la línea de otras grandes películas sobra la espera (El desierto de los tártaros, Zama), la noción del tiempo tiende a la abstracción y cede su sitio a acciones menores coreografiadas dentro de tableaux vivants de casi obscena belleza, que parecen inspirarse en los grandes maestros barrocos (Vermeer, Brueghel, Cranach), y en los que los escasos movimientos de cámara (que suelen acompañar a los sutiles movimientos de conciencia de la protagonista) no son meramente funcionales sino que están cargados de intención.
Punteada por intervenciones de la (¿vidente, trovadora, bruja?) Ingrid Caven, que ayuda a poner en abismo la narración y traerla al presente, y con un exquisito tratamiento de los agentes naturales (animales expresivamente filmados, elementos del clima que se prestan a una epifanía), se trata, en definitiva, de una película que no trata tanto de dominar las fuerzas de la Naturaleza, sino habitarlas, acompañarlas, dejarse penetrar por su belleza y misterio.
