Hace unos días, más o menos el 8º día de confinamiento, decidí que mi espacio vital dejaría de tener mi nombre. Entonces, comencé a abrir mi vida a espacios infantiles donde pelotas, dinosaurios, osos de peluche y coches, muchos coches, comenzaron a rodearme, poco a poco. Y lo que se suponía que sería un home-office, está siendo un nuevo universo que me rodea, con historias dignas de Toy Story, y que solo se transforman cuando mi jefe o algún colega decide que tenemos que hablar por teléfono; entonces la música se para, un Shhhhh sonoro salta por las paredes, veo que mis hijos como estatuas se congelan en el espacio y doy entrada de forma efímera a esa vida anterior, a lo que había antes de esto.
Esto, en el que todo ha cambiado, las sesiones de streaming son parte del menú, los espectáculos que por lo general no te piden menos de 10€ por entrada ahora ofrecen sesiones en vivo para que sepas de lo que te has perdido, el Yoga infantil tiene sus mejores días, y de repente hay un montón de expertos en cualquier tema posible dispuestos a hablar contigo por las redes sociales. Y, sorprendentemente, de forma gratuita, para que sepas de lo que nos hemos perdido todo este tiempo prescindiendo de sus servicios.
Y esto sucede cuando de repente las declaraciones de amor son el caramelo de las redes sociales, donde los solitarios en cuarentena piden a gritos un abrazo, donde quizá alguien que conocemos ya ha sido contagiado, y donde de la alegría o esperanza pasamos a la incertidumbre y a la tristeza.
Es en esos momentos, donde me he confiado a la creación artística como terapia emocional, me sorprende aun verme a mí mismo evitando leer las noticias, o de usar las 20h como una excusa para que mi hijo grite con todas sus fuerzas la ansiedad del encierro, o donde incluso he dejado mi rechazo a la zumba y le he dado la bienvenida para animar las tardes en las que necesitamos ejercicio en casa.
Y aún así, secretamente, mi vista sobre la Sagrada Familia, congelada, sigue siendo una bruma en blanco y negro donde mis ojos solitarios brillan con la misma esperanza que la que veo en los niños al recibir un mensaje de su profesora avisando que dentro de poco los abrazará, o de la de escuchar a mi madre de 74 años que dice que habrá siempre tiempos mejores, o de los muchos y miles de personas que en silencio están luchando ahí afuera para que volvamos a salir.
Yo por ellos, me quedo en casa, y silenciosamente mientras termino este texto tan personal, derramo un par de lágrimas por ellos encima de mi teclado mientras mi hijo termina de ver Toy Story 4; y sale el sol de repente, y vuelvo a sonreír, porque estoy seguro de que pronto nos volveremos a ver, y os abrazaré tan fuerte que os dolerá la espalda, y os haré de nuevo fotos instantáneas en las que habrá mucho color, muchas dobles exposiciones y amor, que nunca es demasiado.
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