Nos hemos lanzado a las calles como salmones escalando a contracorriente. Las calles se inundaron de un día a otro de hormigas humanas que dan color al pavimento, pero ahora más que nunca los casi dos meses que llevamos encerrados me parecen una trampa que alguien nos ha tendido.
Entonces los atardeceres en los que nos despedíamos de los vecinos que jamás saludaríamos abajo, poco a poco van convirtiéndose en azules tan claros que avisan que pronto seremos de nuevo en un hemisferio de luz permanente. Solo que esta vez las terrazas no se llenarán, las fiestas de barrio y los festivales de música no nos despertarán, o trasnocharán, como es habitual, y el amor de verano será un amante de confinamiento.
Las canciones a las que nos agarrábamos con torpeza para mantener un estado de ánimo correcto ya comienzan a fallar, y acudimos instintivamente a fórmulas desesperadas, y comenzamos a odiar que los artistas en confinamiento hagan lanzamientos de sus canciones con ese sonido de habitación de encierro, y que la gente aplauda, que de su aburrimiento salgan aún acordes desesperados.
Y de esa ligera nube espesa que es la rutina diaria, nos conectamos a seguir a la multitud, y retomamos la marabunta como otra hormiga más de la colonia, nos atamos a la máscara que se convierte en señal de identidad a partir de ahora, y nos lanzamos a la calle, y apuntamos al cielo y jugamos con lo único que no tenemos que lavar al llegar a casa. Pobre cerebro, trozo de humano adolorido por este juego odioso al que nos han aventurado a vivir, sálvanos cordura de que el azul siga siendo azul, y de que los peces encuentren su corriente, yo los seguiré.
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