¿Qué hay después de la muerte? O, mejor dicho, ¿hay algo? ¿Nos rigen las leyes del azar, o las de la predeterminación? ¿Cuida un ser transcendente de nosotros? ¿O más bien estamos abandonados a las puertas de la nada como material de desecho? Probablemente cada uno de los miles de millones de humanos que han pisado este planeta se han formulado estas preguntas; probablemente ninguno, sea Tomás de Aquino, sea Jean-Paul Sartre, ha concebido una respuesta satisfactoria. Nadie tiene experiencia de la muerte y sin embargo todos tienen conciencia de ella, aunque sea por esa forma suprema de empatía que es el duelo.
Al no existir verdades absolutas, todo el terreno queda abierto para la especulación. Y, por supuesto, para el arte. Desde los primitivos cavernícolas hasta Damien Hirst, en toda obra artística hay una reflexión sobre la existencia y su finitud.
¿Por dónde iba? Ah, vale. Iba a decir que el punto de partida de Personal shopper, la última película de Olivier Assayas, es el duelo. El de Maureen (Kristen Stewart) por la pérdida de su hermano mellizo, que la lleva de Londres a París (última ciudad que vio su hermano) a intentar contactar con él por medio del espiritismo (ella, que no se define como creyente). Es el relato de una brecha: la convivencia prenatal de los bivitelinos antes estaba separada por sus bolsas amnióticas; ahora por la irremediable distancia entre dos dimensiones.
También es el relato de una dualidad: creencia-escepticismo, aparición-desaparición. Al igual que el erotismo, cuando se vuelve explícito, deriva en pornografía, la trascendencia no puede mostrarse a la luz meridiana, porque devendría información y perdería su carácter sagrado. (Por eso para la divinidad son imprescindibles los símbolos: la paloma, el arcoíris, la zarza ardiendo.)
La película apunta también a otras ideas que son, sin embargo, difíciles de comentar en extenso sin revelar toda la trama: la adicción a las redes sociales de un sujeto que rabia por la búsqueda de un interlocutor (aunque este sea un fantasma con solo existencia virtual, o precisamente por ello) y el terror al incesto (que para muchos antropólogos constituye el origen de nuestra cultura) y, por ello mismo, la fascinación por él.
Lo dejamos aquí, por tanto, tan solo sugiriendo que a cada respuesta podría contestarse “sí y no”. Y que el mismo Dios podría parecerse al gato de Schrödinger: mientras no abramos la caja decisiva, no existe y, a la vez, existe.