La decisión más generosa que puede tomar un artista es dejar temporalmente de prestar atención a su obra y volcarse en la ajena. Consecuente con esta idea, el célebre director y guionista Martin Scorsese ha desarrollado una imponente labor como gestor de la Film Foundation, mediante la cual ha rescatado del olvido joyas como la coreana La doncella (Kim Ki-young, 1960) o restaurado clásicos emblemáticos como Las zapatillas rojas (Michael Powell y Emeric Pressburger, 1948), devolviéndole toda la precisión a su luz y color.
Ahora le toca el turno a Polonia, país de convulsa historia, de condición geográfica de asfixia entre superpotencias (siempre a punto de ser invadida por unos o por otros) y de contradicciones entre el poso judío y los hábitos católicos. Pese a estos factores (o quizás gracias a ellos), sus creadores (entre los que se encuentran cinco premios Nobel de literatura), han estado dotados de un empaque artístico que combina forma exquisita y discurso demoledor.
Este carácter despuntó en su cinematografía en su particular “nueva ola” de las décadas de 1960 y 1970, y sus protagonistas saldrán a relucir en este ciclo. Dejando a un lado a Krzysztof Kieslowski (a quien todo aficionado ya habrá revisitado, y de quien se proyectan El azar y No matarás), nos encontramos con Krzysztof Zanussi, Jerzy Skolimowski, Jerzy Kawalerowicz, Andrzej Munk, Andrzej Wajda y Wojciech Has.
Zanussi (autor de una amplísima filmografía, de la cual se ha seleccionado El factor constante) destaca por su pregunta metafísica situada a caballo entre la religión y la indeterminación. Skolimowski (Walkover) explora (con su puntería habitual: suyo es el guion de Cuchillo en el agua) las relaciones humanas en el caldo de cultivo de una sociedad cambiante. Kawalerowicz (Tren de noche) ofrece un drama psicológico en la que la sutil descripción de sus personajes importa tanto o más que la intriga; fue también autor de Madre Juana de los Ángeles y la imponente Faraón. Munk (Heroica) sabe combinar el plano general de la guerra con el primerísimo plano del drama del protagonista, aderezado con sabias pinceladas cómicas; pese a que su gran talento quedó truncado por su temprana muerte, aún pudo ofrecernos Sangre sobre las vías o la película de culto inconclusa La pasajera. Wajda (La tierra de la gran promesa), patriarca de la cinematografía nacional, explora también la guerra y las contradicciones del capital; podría haber servido para el ciclo su trilogía sobre la ocupación (recordemos la gloriosa Cenizas y diamantes). Y dejamos para el final a Has, por quien profesamos una particular devoción, y quien es probablemente el creador más personal de esta generación (autor también de obras tan incomprendidas como El manuscrito encontrado en Zaragoza o Las tribulaciones de Baltazhar Kober). La cinta elegida, El sanatorio de la clepsidra (que adapta, pero desborda, un texto de Bruno Schulz), es una de las mejores de todos los tiempos: en ella cada pregunta sobre la existencia se abre, como un fractal, a otras decenas, y cada imagen posee varios niveles de significación, combinando, como en el poema de Eliot, “memoria y deseo” de una manera pocas veces vista.
El tiempo y el espacio, esos dos decrépitos tiranos, no dejan lugar a otros interesantes artistas como Rozewicz, Zulawski, Szulkin, Majewski o Bugajski, pero la selección ya cubre un menú completo, desde el aperitivo hasta los postres. El ciclo solo dura tres semanas, pero aseguramos a todos los amantes del gran cine que su repercusión llegará hasta los límites de nuestra vida.