¿Quién no ha tenido un mal día en el trabajo y ha llamado a su mejor amigo/a para tomar un café y descargar tensiones? A mí me llamó el otro día mi amiga Daniela, desesperada: “Mi jefe es un controlador patológico” –dijo– “y está arruinando mi vida”. Así que nos tomamos un café, luego una cervecita… y terminamos cenando juntas. Es que un jefe controlador da para mucho; por suerte la cosa tiene remedio: es más fácil de lo que pensamos.
Daniela llegó tarde, indignadísima, y soltó todas sus quejas como un torrente: “Es increíble. Sus métodos complican las cosas, está convirtiendo mi vida en una pesadilla y mi horario en algo irracional. Pero, claro, son sus procesos y yo no puedo decir nada. Es más: tengo la sensación de que le importan un bledo las consecuencias que sus actos puedan tener en mi vida”. Quería dejar su trabajo, aunque le encanta, me dijo, sólo porque no se entiende con su jefe. En cuanto escuché esto, lo tuve clarísimo: yo ya había pasado por esa experiencia.
“Daniela” –le dije– “si crees que en el paro vas a estar mejor, adelante. Pero para mí no está todo perdido: puede que tu jefe no vaya a cambiar, pero tú sí puedes hacerlo”.
Al fin y al cabo, la realidad se impone: el jefe es el jefe y necesitamos el trabajo, por lo que la solución no pasa porque él cambie o sufra un colapso, sino porque nosotros cambiemos de actitud respecto a él y sus mandatos. A menudo depende solo de nuestro punto de vista el que interpretemos las cosas como positivas o negativas… o como algo superable o no. “Dime de lo que presumes y te diré de lo que careces”, ¿os acordáis? Daniela trabaja en una consultora y se queja de que su jefe presume de tener todo bajo control, aunque en realidad parece no controlar nada. Sus papeles y su desktop son puro desorden, pide el mismo documento cinco veces porque lo pierde otras tantas; no planifica, o planifica mal y va apagando fuegos allí donde surgen. El hombre vive en la oficina y quiere que Daniela haga lo mismo. Y justifica su actitud controladora con la palabra “perfeccionismo”, lo que en su mente significa que sólo él es capaz de hacer las cosas bien. No le quito razón, sólo que no existe una única manera de llevar las cosas a buen término, sino muchas. Y todos somos capaces de encontrar la nuestra.
COMUNICARSE CON EL JEFE
Lo primero que sugerí a Daniela fue que intentase aceptar que su jefe puede tener parte de razón. Dominar la asertividad, en este caso, es fundamental. Pero ojo, porque el tema tiene truco.
Ser asertivo es saber expresar lo que uno siente, lo que quiere o a lo que cree tener derecho, sin que el otro se sienta atacado o crea que sus derechos no se respetan. De este modo, ambos ganan: Daniela, porque dice lo que verdaderamente desea (no se lo guarda, pues eso le genera mucha frustración), y su jefe, porque al escucharla sabe que tiene una opinión o unos deseos diferentes a los suyos. Ese es el primer paso para una negociación en la que deberían tratar de encontrar una solución intermedia, satisfactoria para ambos.
Intenté trasladar este punto de vista a Daniela: “Si expresas lo que quieres, puede que tu jefe no te escuche. Pero si no lo expresas, él no tiene manera de saberlo y continuará creyendo que todo está bien”. “Ya, claro”, me respondió Daniela, como un rayo. “Tú lo ves todo muy fácil porque no estás en mi situación. Pero dime, ¿qué harías tú si te dan órdenes que no admiten réplica?”. También yo fui rápida en la respuesta: “Pues primero intentaría pensar que sí hay posibilidad de réplica. Un trabajo no es el ejército, es un trabajo. Por ejemplo, le diría que me parece bien lo que dice y que, por supuesto, lo respeto, pero añadiría que yo también tengo algo que decir. Eso debería bastar para que viese que una conversación es cosa de dos”.
¿QUIÉN TIENE LA RAZÓN?
Una vez que hayamos logrado la atención de nuestro jefe, es el momento de lanzar nuestra sugerencia o punto de vista. Por supuesto, hay que estar preparado para aceptar un no, si lo que proponemos no es, en realidad, la mejor opción. Al fin y al cabo, no se trata de un pulso para ver quién tiene razón, sino de encontrar una solución con la que ambas partes queden satisfechas. Para ello es útil pensar que el otro también puede tener parte de razón en su postura. Al oírlo, Daniela contraatacó: “¿Y qué hago cuando me grita?”. Ahí tuve que dar un par de tragos a la cerveza antes de responder: “Los gritos, Daniela, no son más que una reacción a una situación en la que se está poniendo en duda su autoridad. Aunque no sea cierto, es lo que él cree. Quién sabe, puede que su mamá no le mimase o que sufriera bullying en el cole. Piénsalo. No tienes que aceptar sus gritos, pero si piensas que pueden ser síntoma de algún trauma infantil, te ayudará a humanizar al ogro que crees tener delante”. Daniela no parecía convencida, así que añadí: “De todos modos, si a tu jefe controlador le gusta gritar, puede que le desarme que tú mantengas la calma. O que le enerve, claro. Pero recuerda que la asertividad es estrategia y no enfrentamiento: si ambos gritáis, no llegaréis a ninguna parte. Así que Be water, my friend. O keep calm and carry on, que por algo esta frase es el long-seller de los trending topics. Lo importante es que hables, Daniela, que te expreses sin atacar y que se abra un diálogo para llegar a una situación favorable para ambos”.
En realidad no es fácil dominar la asertividad, hay que practicar mucho y existen manuales completísimos sobre cómo ser asertivo ante situaciones de lo más variopintas. No se lo dije a Daniela –no era el momento–, pero lidiar con un jefe controlador puede ser un máster en asertividad, aunque uno no pueda ponerlo como formación en su perfil de LinkedIn. La asertividad, además de ayudarnos a resolver conflictos, nos ayuda a conocernos mejor, y eso siempre es positivo.
INFORMACIÓN PERSONAL
Mucha gente se queja de que su jefe siempre les dice lo que tienen que hacer. Pero eso es lícito, puesto que es el jefe y esa es su función: dirigir. La diferencia está en que el jefe de Daniela, el controlador, además de dar órdenes, cree saber siempre lo que es mejor para ella (incluso en su vida personal) y se lo recuerda constantemente. “Tú lo que deberías es olvidarte de ese novio que te dejó, que el océano está lleno de peces y seguro que encuentras a uno más gordo”, le dijo una vez. Y como esta frase, mil.
En una ocasión, Daniela contó a su superior que su novio la había dejado. Ese mismo día, a medianoche, recibió un correo de su jefe que decía: “Ya sé que te ha dejado el novio, pero necesito esto para mañana. Venga, Daniela, ¡arriba ese ánimo! ¡Que no se diga!”. Daniela sintió la responsabilidad de llevar a cabo la tarea encomendada para evitar sentirse culpable porque su situación personal afectase a su trabajo. Sin embargo, quien hubiera debido sentirse mal era su jefe, por pedirle algo a medianoche… y encima disfrazado de tipo comprensivo. Lo mejor con un jefe controlador es apagar el móvil en cuanto se sale de trabajar. Pero si uno no puede, mejor tener cuidado con la información personal que se hace pública.
Para evitar situaciones incómodas, es fundamental saber a quién podemos contar qué, cuándo y por qué medio. Como hemos aprendido casi todos a base de trastear (y darnos de bruces) en las redes sociales, no es lo mismo contar algo a una amiga ante un café que publicarlo en Facebook. El Drink & Dial jamás es una buena idea y los tuits los carga el diablo.
En el fondo, lo que traté de transmitir a Daniela era que la situación no podía ser tan “o él, o yo”, puesto que ella estaba en situación de ventaja: conocía a su jefe y sabía que era un friki del control. Cuando uno conoce a su rival, es muy probable que sea capaz de anticipar por dónde van a ir los tiros. Para Daniela, como lo fue en su momento para mí, aprender a interactuar con el jefe es la manera más eficaz de abordar este tipo de conflicto laboral. Claro que podemos cambiar de trabajo, pero si no solucionamos el problema, es posible que nuestro próximo jefe sea otro controlador. Y con uno, es suficiente. Lo digo por experiencia.
Artículo, por Mónica Subietas