Nunca me hice cargo de alguien más. No tuve hermanos a los que cuidar ni sobrinos a los que cambiar pañales. Mi madre, siempre preocupada por mi desarrollo mental y social (je, pobre) consideró que sería buena idea tener una mascota. “Así aprenderás más responsabilidades”, decía. Sin embargo la mascota (sí, pobre) tuvo un final trágico que desde pequeña marcó mi desconfianza por la humanidad: mi perrito Oso fue envenenado por un ser humano malévolo al que no le gustaba que fuera juguetón y que ladrara a todo pulmón.
Una de las cosas que me enseñó mi gato Kitano fue el desprendimiento: amar es también saber cuándo dejar ir
Pero esa es la historia A, digamos la historia preBarcelona. En la historia A, el tiempo pasó, intenté confiar en las personas y adopté a un gato al que quise con devoción. El gato Kitano me enseñó muchas cosas. Creo que una de las más importantes (y tal vez sea propia de los felinos) fue el desprendimiento: que amar es también saber cuándo dejar ir. Kitano me dejó ir. Nos quisimos mientras vivimos juntos y cuando crucé la puerta de mi piso limeño rumbo a Europa, Kitano se quedó con sus nuevos dueños, mis amigos, que me cuentan que aunque hay días que parece buscarme, la mayor parte del tiempo juega y se divierte como siempre.
Y entonces empieza la historia B, la de Barcelona, a donde llegué para estudiar, pero terminé aprendiendo mucho más fuera de las aulas. Aprendo cada día a ver el lado brillante de la vida, The bright side of life, como decían los Monty Phyton. Y lo hago gracias a una maestra peluda: la Maggie.
MAGGIE
Tiene 4 años, es mitad husky y mitad bóxer y tiene heterocromía, es decir, un ojo marrón y el otro celeste. Vivimos juntas hace 180 días y no ha sido una convivencia sencilla, esencialmente porque yo llegué a su casa cargando mis reglas y porque mi experiencia criando perros había sido corta y traumática. No sabía nada, o muy poco, del mundo canino, salvo lo que había visto en la televisión y las películas. Que es como pretender cocinar como Jamie Oliver solo porque lo sigues en Facebook.
Sin proponérmelo, tenía a alguien que dependía de mí, situación acojonante y hermosa a partes iguales
Y así, tal como ha venido sucediendo en esta historia B, de repente mis planes de vida cambiaron (¿realmente tenía alguno?) y me dediqué a pasear con ella por las mañanas, alimentarla, jugar y llevarla a la veterinaria. Sin proponérmelo, Maggie formaba parte de mi vida y tenía a alguien que dependía de mí, situación acojonante y hermosa en iguales proporciones.
MAGGIE & YO
¿Nos hacen las mascotas, y en especial los perros, mejores personas, más sensibles, menos egoístas? Creo que sí. Y también nos enseñan muchas otras cosas. Ésta es mi lista personal, y por tanto arbitraria, de lo que he aprendido gracias a Maggie:
1. El mundo, nuestro mundo, puede redescubrirse a diario. Y es que mientras los humanos vemos el mundo, los perros lo huelen, y a través de los aromas construyen y reconstruyen a diario su entorno y a sus habitantes. Todo el tiempo. To-do-el-tiem-po.
Por eso es un gusto observar a Maggie durante cada paseo. A pesar de que repetimos más o menos las mismas rutas, ella se detiene en esquinas, alcantarillas y otros “hot spots” a oler. Como lo explica tan bien Alexandra Horowitz en su libro Inside of a dog: what dogs see, smell, and know (En la mente de un perro, en su versión castellana) lo hace porque cada uno de estos lugares ofrece información valiosa, a manera de los antiguos tablones de anuncios de los locales comunales, sobre qué otros perros han pasado por ahí, qué han hecho y si están interesados en “conocerse” o, en términos caninos, cruzarse.
Maggie se detiene a oler un arbusto, luego se mete en él hasta perderse y reaparece feliz, con la lengua afuera y el hocico abierto. Maggie no teme, se lanza porque siempre, y mientras su juventud lo permita, quiere probar, experimentar, vivir, en suma. Se mete en las piletas que encuentra a su paso, corre y “te pide” que la sigas. Y hace que, inexorablemente, te preguntes: ¿y qué estoy esperando yo para (re)descubrir el mundo?
2. No hay como vivir el presente y el ahora. He intentado meditar y vivir un día a la vez, pero no he tenido mucho éxito. Sin embargo fue de la mano (o garritas) de Maggie que estoy aprendiendo, de a pocos, la importancia del presente. Como lo dice John Homans en What´s a dog for?: The surprising history, science, philosophy, and politics of man´s best friend (¿Para qué sirve un perro?: La sorprendente historia, ciencia, filosofía y política del mejor amigo del perro), un perro, aún en las circunstancias más difíciles muestra entusiasmo y ganas de seguir adelante, de experimentar aún con lo más sencillo.
No verás a un perro darse media vuelta ante una valla alta, o tumbarse ante una zanja que debe saltar o decir que ese palo que le lanzas para jugar no es de la marca de moda. El perro no se pregunta qué pasará. Un perro se cae, lo vuelve a intentar y se divierte mientras tanto. Está “en el momento” y no en el “qué pasaría si…”. Y lo hace cada día, sin rendirse ni aburrirse.
3. La gente anda muy cabreada…y hay poco que hacer al respecto. Cuando yo era jovencita andaba cabreada: discutía con todo el mundo y por nada. No obstante, al crecer, me fui dando cuenta que gastaba saliva en discusiones inútiles y traté de calmarme. Maggie me ayuda con esto. Lo hizo cuando siguió de largo ante el señor que me gritó porque, según él, “¡Tú y tu perro ocupan toda la calle!”. Maggie no le discutió no solo porque no puede, sino porque no valía la pena. ¿Iba a sacar una cinta métrica para indicarle al hombre que no ocupábamos “toda la calle”?
Maggie también me alertó cuando una tarde, mientras disfrutábamos de una terraza preprimaveral, un tipo se acercó a pedir dinero, primero tranquilo y luego alzando la voz y poniéndose violento. Maggie, lo ha estudiado ya la ciencia, no solo puede oler una cucharita de azúcar disuelta en dos piscinas olímpicas (Ver “Inside of a dog…”), también huele los cambios corporales que experimentamos cuando sentimos miedo, básicamente porque olemos distinto cuando estamos felices, temerosos o tristes. Y Maggie olió nuestro miedo y la violencia mezclada con miedo en ese hombre y empezó a alertar pues se puso a ladrar hasta que el hombre se fue. Sí, la gente anda molesta y un poco confundida, tal vez. Pero es mejor dejarla ir.
4. Deberíamos jugar más. ¿Se han dado cuenta de que los adultos no jugamos? Al menos físicamente y estando sobrios. Hacemos deporte, hacemos impro y participamos de flash mobs (esas acciones en las que un grupo de gente se reúne en un lugar público, hace algo inusual y luego se dispersa). Y lo hacemos porque, bueno, se va a ver lindo en las fotos. Pero, ¿jugamos?
Maggie juega y quiere jugar siempre. Cuando estoy trabajando y trae sus juguetes al estudio, cuando se encuentra con otros perros en el parque, cuando no le hago caso por estar mirando mi móvil. Me invita a ponerme de pie y a correr con ella (y a veces tras ella cuando se mete donde no debe). Hace que me canse y me recuerda que paso demasiado tiempo sentada frente al ordenador. Y luego de jugar con ella, me siento con más energía, con mejor humor y las frases que voy escribiendo, salen mejor. Me gusta creer que contar con un perro en tu vida te mantiene en forma, no solo física también creativamente pues cada paseo con Maggie refresca la mente y aunque aún no me lleva a crear cosas tan lindas como ésta, voy avanzando con “lo mío”: mis cuentos, el blog, el trabajo…
5. Hay salida a todo esto. Hace algún tiempo me rompieron el corazón en tantos pedazos que pensé que su reconstrucción sería imposible y que no quedaría igual: le faltarían piezas -pensaba- y no funcionaría con la misma potencia. Y aunque fueron varios factores los que colaboraron en esta reconstrucción personal (mis amigos, mi gato Kitano, sesiones de Netflix en modo zombi, volver a nadar, dejar mi trabajo, etc.), lo cierto es que uno nunca termina este proceso.
Sigo creyendo que hay gente mala, pero me alejo de ella, como lo hace Maggie cuando le dicen algún sinsentido por la calle. Sigo pensando que el mundo podría estar mejor, pero dejo de quejarme y trato de vivir un día a la vez con al menos la mitad del entusiasmo que muestra Maggie cada vez que cojo la correa anunciándole nuestra salida. Y sobre todo he aprendido que aunque tengamos desencuentros (yo quiero ir al parking, Maggie al parque), el cariño incondicional que un perro te da es de una intensidad y pureza que me ha demostrado que mi corazón está nuevamente en forma y listo para lo que venga. Y ojalá que esta vez sea bueno, por favor.
Carmen Escobar escribe en Las Perdidas
Ilustraciones: Silvia Calles – @silvicalles