Antonio Orejudo entró en la literatura española a mediados de los noventa como estríper en convento de clausura. Su primera obra, Fabulosas narraciones por historias, parecía decidida a quitarle el polvo a la llamada Edad de Plata (Lorca, Juan Ramón Jiménez, Ortega y Gasset) a fuerza de parodia. Repitió la jugada, de manera aún más carnavalesca, con Ventajas de viajar en tren, donde no solo aplicaba la lente a la literatura y sus esbirros, sino a la humanidad entera: sus vicios, su sentido del ridículo, sus deseos más subterráneos (llegando al bestialismo y la coprofilia).
Luego vendrían otras tres novelas, ácidas y frescas, y compuestas con una paciencia de francotirador que no duda en apuntarse a sí mismo cuando el texto lo exige. Y ahora estos Grandes éxitos, una macedonia de frutas exóticas, colección de textos ensayísticos y narrativos, siempre imbricados los unos con los otros a la manera de una miscelánea renacentista. Porque, aunque a primera vista los textos argumentativos (que hablan de distintos aspectos de la literatura y la vida, concebidas aquí como hermanas siamesas) parezcan introducir a los relatos, con frecuencia son estos los que refuerzan las tesis de aquellos. Ya el propio Orejudo se encarga de recordarnos, con guasona autoridad, que en literatura muchas veces las causas son producto de las consecuencias.
A lo largo de sus diez secciones (a las que hay que añadir una presentación y un bis), nos enfrentaremos a unas cuantas anécdotas biográficas (que, siendo prevenidos, no convendrá entender literalmente), otros tantos apuntes ensayísticos (sobre el yo, sobre el realismo, sobre las paradojas de la enseñanza de la literatura), a un diálogo cervantino sobre la motivación de la conducta humana y a varias (fabulosas) narraciones de delirio bien medido: la candidatura de un aspirante a plaza universitaria narrada con la morrocotuda sintaxis y los motivos de Marcial Lafuente, una revisitación del Cantar de Mío Cid en clave cienciaficcional, una sátira grandguiñolesca que dispara contra los intelectuales… Y mucho más.
Y, sobre todo, nos impregnará una reivindicación del goce lector (el clásico delectare et docere) que planea por encima de la tradición escolástica hispánica, más parecida a unos ejercicios espirituales. Y un ejemplo vívido (y vivificante) de cómo la realidad ensaya muecas en el espejo deformante de la conciencia.