A lo largo de los últimos años se han escrito cientos de libros sobre el NY de los 60´s y 70´s, se han encontrado textos inéditos que recogen la filosofía completa de una Generación Beat, Leonard Cohen ha dejado en nuestros corazones los decorados y retales de un melancólico Chelsea Hotel y las serigrafías de Warhol siguen recorriendo las mejores galerías de todo el mundo. Coney Island alberga un aire de tristeza y abandono mágico que manifiesta en las olas de su extensa playa y en los crujidos de las insólitas montañas rusas del Luna Park, mientras la leyenda de Bob Dylan continúa, como si hubiese sido una especie de individuo elegido para trascender eternamente, aunque sus gafas oscuras y su pelo rizado hayan quedado lapidados en la memoria de todos los integrantes de este tiempo pasado. ¿Qué está ocurriendo? ¿En qué momento el mundo dejó de creer en los sueños y comenzó a sabotearlos? ¿Cuándo empezó a repudiarse a la gente exitosa y alabar a la que debía ser repudiada? El mundo no está en manos de los soñadores, sin embargo hace años decidimos comenzar una lucha contra la incultura, el gris, la discriminación, la infravaloración y el desencanto. Porque también se puede luchar creando; esta es nuestra mejor arma, y la imaginación nuestra última bala.
“La propuesta de Linda Rosenkrantz es tan simple como osada. Tres amigos pasan el verano de 1965 en la playa de East Hampton. Y hablan. Con franqueza y sobre todo lo imaginable. ¿Cómo plasmar esas conversaciones sin que pierdan la vivacidad al trasladarlas a la página? Muy sencillo: la autora las registró con una grabadora y las reprodujo tal cual. Con un único matiz: el original ocupaba 1.500 páginas, y en él intervenían veinticinco personas, así que redujo la extensión y los personajes. Quedaron tres: Marsha, que tiene un buen trabajo en Nueva York; Emily, su confidente y amiga, actriz, dipsómana y desinhibida; y Vincent, pintor homosexual, talentoso y analítico, por el que Marsha siente un amor no consumado”.
La charla nos enseña cómo se actuaba, cómo se hablaba, cómo se vestía, cómo se disfrutaba de la vida: es la pura escena neoyorquina de finales de los sesenta vista desde la perspectiva de sus integrantes, volviéndose así todo más cercano, menos idílico e inalcanzable y un poco más humano. La charla es el sello de un New York en el que el corazón de las artes era el Chelsea Hotel y los miembros de La Factoría deambulaban por el Max´s. Fitzgerald ya había dejado huella tiempo atrás con su presagio sobre los “roaring twenties” y lo había plasmado en The Great Gatsby y por fin llegaba el modernismo, el arte abstracto, la liberación sexual y el psicoanálisis. La charla son 271 páginas de un pasado envidiable que con tan solo leer podemos convertir en un “ahora”. Tenemos el privilegio de intuir perfectamente desde el punto de vista de sus tres protagonistas cómo era aquella época de ensueño. Si Éramos unos niños de Patti Smith nos inyectó la dosis justa del NY de entonces, este libro sacia el mono. En él tenemos libertad plena para ser voyeurs, tumbarnos con ellos en la playa a tomar el sol, o colarnos en la habitación de Marsha mientras esta hace las maletas. Es un libro que hace soñar, y es muy raro que algo llamado “reality” provoque este efecto, pero así es: da nostalgia, engancha de una manera peculiar y “tira la casa por la ventana” de forma morbosamente obscena. Es un instante inmortalizado. Un libro que fotografía. Es raro, raro, raro… diferente a su manera; una máquina del tiempo que puedes llevar encima a todas horas. Cambiemos un plató de televisión por las costas de East Hampton, la música primitiva por Bob Dylan, las discusiones mediocres por charlas sobre Proust y saboreemos cada palabra, cada acción, tengamos opinión propia, vivámoslo todo dentro de un libro y no desde el sofá de nuestra casa. Seamos visitantes, no espectadores.