Los nombres de las cosas, by Mariano Peyrou

“-Para lo que no tenemos nombre es para mimirar. (…) Significa mirar a ver si te están mirando. -Es verdad. Ni para el plus de vergüenza que se siente cuando uno nota que los demás notan que uno siente vergüenza (…) Tampoco hay nombre para cuando uno dice la verdad pero se da cuenta de que los demás no se creen lo que dice y tiene que modificar su discurso para que no parezca que está mintiendo”.

Una autobiografía del lenguaje a partir de sus carencias: ¿Quién decide los nombres de las cosas? ¿Por qué les dimos ese poder a la jerarquía religiosa, a los prebostes de la política, a la judicatura, la ciencia y los medios de comunicación? ¿Ha funcionado la estrategia? ¿No será hora de barrer, comenzar otra vez, volver mutante ese poder, voluble, y otorgarlo a los poetas y los niños? (P.B. Shelley definió a los poetas como “los desconocidos legisladores del universo”, hoy cabría presentarlos meramente como “los desconocidos”).

Solo a los artistas, comprometidos consigo mismos. Y a los niños, comprometidos con el aire. (“Se busca licenciada en Filosofía para cuidar a niña de dos años”). Los personajes de Los nombres de las cosas se parecen a los del Decamerón, que se recluyeron para huir de la peste y fabular, con la diferencia de que se encuentran recluidos en el exterior, en el bosque de símbolos de Barthes, y fabulan para darle sentido o demolerlo. Lo someten a la OuLiPosucción.

Mariano Peyrou era ya larga y brillantemente autor de poemas atravesados por esta misma preocupación por cómo se dice lo que se dice (sirvan como ejemplo los poemas de La sal: “Prohibida la ley, prohibido / redactar el contrato vigente, prohibidos los ojos / en sus órbitas y en órbitas extrañas. // El discurso opcional obligatorio”). Y de un radiante inconformismo estético, patente en la disposición de los textos (fragmentos conectados entre sí) y la permanente interrupción de los diálogos, que parece una suerte de jenga o mikado lingüístico, pero que en realidad es más mimética que el modo “tradicional” de presentar los parlamentos (¿acaso no dialogamos puntos suspensivos?).

Evoca, convoca y opina sobre tantos temas que hace inviable una sinopsis: se diría que es un resumen de sí misma. Pero añadamos que (uno de los interlocutores sueña con el Premio Nobel de Literatura e imagina su propia muerte: “En Estocolmo, al terminar la ceremonia, el ganador del Nobel de la Paz me pega un tiro porque no le ha gustado nada mi discurso”) es una ¿novela? divertidísima y a la vez muy seria, con la que aprender y fantasear a un tiempo.


Un magnífico cuadrilátero para ejercitar el placer de la relectura.

1-IMG_7179