Javier Lacalle, librero circunstancial, treinta y cuatro años, en trance de rehabilitación, es el protagonista de Ola de frío, una novela corta pero intensa, que se mueve en el conocido descenso a los pozos de la droga. Es el Madrid de finales de los 80 y principios de los 90. El narrador es un adolescente de aquella época, el esplendor del bienestar y más tarde la llegada de la crisis. Esa adicción que cortocircuita cualquier posibilidad de creación despejada, que brota sólo en sueños como triunfo de una búsqueda onírica. La cocaína como recompensa o como castigo.
La perspectiva de algo lejano que brilla al fondo del viaje. Un coleccionismo de vivencias extremas que encienden la llama de la esperanza, de la supervivencia, de lo posible y probable. El frío como abrigo de esa creencia, porque la redención no existe aunque elijamos el camino que conduce a ella. El protagonista ha perdido el aliento y la noción de futuro es algo ajeno a él. El presente es un descalabro y al futuro ni se le ve, ni se le espera.
La crisis personal es ajena a las crisis económica, en este caso. Nuestro protagonista no forma parte del sistema. El desánimo es el de una persona que no encuentra su lugar, su espacio, y que acepta la posibilidad de no encontrarlo en ninguna guía de viajes. El entorno y sus historias tampoco ayuda. Recurre a la cocaína para anestesiar su huida de la realidad, de la frustración. Que no se note, que no quede rastro de ese chasco. Diego Pita maneja con destreza ese lenguaje simple, sin celofán, sin pirotecnia. Es tan sencillo que convierte el artefacto en algo suave, ligero, refrescante. Un laberinto urbano sin estímulo para el protagonista.